Vista interior de una biblioteca, pintura de Bruce James Talbert,1876. De http://www.1st-art-gallery.com/thumbnail/187912/1/Interior-View-Of-A-Library,-1876.jpg
Reproduzco aquí el interesante artículo-reflexión del escritor, traductor y crítico Matías Serra, autor de ¨La Biblioteca Ideal¨. Publicado el 3 de marzo en la revista de cultura Ñ, diario Clarín. Aquí lo menciona a Borges desde el punto de vista del lector, y quisiera resaltar que Borges declara en una entrevista que en su casa de Buenos Aires, él no tiene sus propios libros. Ver
¨The Library¨. De Jacob Lawrence, 1960. De google images
¨Montar una biblioteca es una labor tan sofisticada como trabajar en la trama de una novela, sostiene Matías Serra Bradford, quien en esta nota se dedica a hacer el elogio de ese personaje enigmático, solitario y exquisito que es el lector.
No dejan de asombrar las atenciones y cumplidos que reciben escritores de toda laya, sabiendo que un lector es mil veces más misterioso –menos evidente– que un autor.
De un lector no quedan huellas, o son muy tenues: un nombre, un balneario y una fecha en la primera hoja del libro, algunos subrayados arbitrarios, apuntes en las páginas de cortesía. Pero para conocer a un lector no basta con enterarse qué libro ha leído, ni basta con dos o diez; hace falta un ras treo de vaivenes y virajes durante años, husmear las particularidades de la constelación que consiguió armar. Entonces, sí, habría "obra" en un lector: la biblioteca personal. En esos estantes se gesta la autobiografía, redactada por otros, de un lector, y la tarea que exige montar una biblioteca y cultivarla es de una sofisticación semejante a la de un escritor que trabaja en pos de una trama.
En un lector –cuando oímos esta palabra se da por sobreentendido que se trata de un lector de literatura– interviene la formación de un gusto, que se nutre, precisamente, de los ecos que se originan en la cámara secreta de su biblioteca, el modo en que un libro o un autor conducen a otro, y otro y otro.
En un escritor, en el mejor de los casos, hay un perfeccionamiento técnico; el gusto parece estar definido de antemano y a perpetuidad, por factores que están dentro y fuera de lo estrictamente literario.
Es por demás enigmático el personaje que se construye un lector, la imagen que proyecta de sí mismo, dentro y fuera de su biblioteca. (Es mucho lo que se decide antes y alrededor de un libro, y no en él.)
En un escritor, si es mediocre, lo que escribe es su peor autorretrato. Los libros que se publican son una sucesión de fracasos; los que se leen pueden volverse refugios, rescates.
Hay otras comparaciones posibles entre lectores y escritores, que desfavorecen a estos últimos una y otra vez. Lo confirma el hecho de que los libros más interesantes –más duraderos– de muchos narradores (J.M. Coetzee y Martin Amis, por poner ejemplos actuales) son aquellos en los que se muestran con atuendo de lectores y resultan mejores críticos que novelistas. Fue un lector, en definitiva, oficiando de lector y llevando ese papel hasta el límite, el que refundó la literatura en el siglo XX: Borges.
Es una rara, interminable investigación la que emprende un lector a lo largo de su vida. "Ese mi lagro de la vida múltiple", anotaba Cristina Campo, "que a fin de cuentas no es otra cosa que la felici dad a la que aspira el lector". Este no sólo vive todas las biografías que quiere sino que puede ser –en potencia, en su fantasía– todos los escritores que quiere; un autor, en cambio, escribe lo que puede. En un mismo lector, las reacciones y reinvenciones varían al infinito. Un escritor es sólo parecido a sí mismo, irreversiblemente. No convendría, tampo co, subestimar el poder del recelo de un lector, su indomable sentido de propiedad. De allí que con no poca frecuencia calle sus lecturas y que, al con trario de la mayoría de los escritores, intente pasar desapercibido.
El enigma del tiempo corre para todos, pero sobre todo para lectores maniáticos: ¿habrá lugar para leer esto y aquello, y esto otro? Y así sucesiva mente. Secretamente, un lector cree en una vida más larga a medida que obtiene los libros que jura necesitar, o aquellos que considera ideales. Acaso de la falta de tiempo provenga lo que a veces un lector termina por anhelar: sacarse un nombre de encima, dar a un autor por visto, borrarlo. Tal vez el tiempo conjure contra las segundas lecturas, rehuidas, además, por el temor a embarcarse hacia una gran decepción. Un lector de esa estirpe no es sino extremadamente supersticioso, por momentos entregado a la creencia de que mientras lea sucederán cosas (fuera del libro) sólo si sigue leyendo. Si un lector así encuentra y acopia tantos libros –esos y no otros– es porque cree en algo (en algo, sobre todo, para sí mismo). No es extraño que a menu do sienta que ha pasado treinta años leyendo para aprender a leer, para empezar a leer.
Uno de los acontecimientos más usuales y misteriosos es que alguien, como se da en la generalidad de los casos, deje de leer tan temprano. El motivo por el que una persona, casi por distracción, abandona una herramienta preciosa que lo cautivó durante los primeros años, perdura como una incógnita insondable. Estamos rodeados de lectores-Rimbaud, que han abandonado la lectura poco antes de los veinte años para después cons grarle su tiempo al tráfico de armas: la televisión escandalosa, el cine catástrofe, los mensajes de texto, el celular recargable. Curiosamente, a veces la deserción es efecto del sismo que producen los buenos libros, de la amenaza de "los grandes libros": el caso del lector, digamos, que intentó con Kafka o Paradiso de Lezama Lima, lo abandonó por hastío y creyó que la vida de "la verdadera literatura" le estaba vedada para siempre. Se conocen las consecuencias manifiestas de la lectura, en el Quijote o Madame Bovary . Lo que se desconoce son las secuelas y las derivaciones de la lectura en el común de los mortales, y lo que es imposible de explicar es una adicción que no se parece a ninguna: la de estar constitutivamente imposibilitado de renunciar a la cacería de libros.
Hay antecedentes notables de plumas que buscaron ahondar y dilucidar diversas vetas de la materia: Borges, Blanchot, Barthes, y más acá Alberto Manguel y Ricardo Piglia. Pero nada va a superar, como retrato de dos lectores y sus destinos cruza dos, el Borges de Adolfo Bioy Casares.
La lectura es el último lugar privado. Se pueden contar sus síntomas y fenómenos exteriores, pero el castillo íntimo de la lectura –ese momento de silencio agazapado entre un animal y su pr sa– permanecerá inaccesible hasta el fin de los tiempos. A riesgo de plasmar una acrobacia retó rica impostada, podría confesar lo siguiente: me interesa más saber quién es el otro (por eso leo todo lo que puedo) que saber quién soy (por eso escribo lo menos posible)¨.
De un lector no quedan huellas, o son muy tenues: un nombre, un balneario y una fecha en la primera hoja del libro, algunos subrayados arbitrarios, apuntes en las páginas de cortesía. Pero para conocer a un lector no basta con enterarse qué libro ha leído, ni basta con dos o diez; hace falta un ras treo de vaivenes y virajes durante años, husmear las particularidades de la constelación que consiguió armar. Entonces, sí, habría "obra" en un lector: la biblioteca personal. En esos estantes se gesta la autobiografía, redactada por otros, de un lector, y la tarea que exige montar una biblioteca y cultivarla es de una sofisticación semejante a la de un escritor que trabaja en pos de una trama.
En un lector –cuando oímos esta palabra se da por sobreentendido que se trata de un lector de literatura– interviene la formación de un gusto, que se nutre, precisamente, de los ecos que se originan en la cámara secreta de su biblioteca, el modo en que un libro o un autor conducen a otro, y otro y otro.
En un escritor, en el mejor de los casos, hay un perfeccionamiento técnico; el gusto parece estar definido de antemano y a perpetuidad, por factores que están dentro y fuera de lo estrictamente literario.
Es por demás enigmático el personaje que se construye un lector, la imagen que proyecta de sí mismo, dentro y fuera de su biblioteca. (Es mucho lo que se decide antes y alrededor de un libro, y no en él.)
En un escritor, si es mediocre, lo que escribe es su peor autorretrato. Los libros que se publican son una sucesión de fracasos; los que se leen pueden volverse refugios, rescates.
Hay otras comparaciones posibles entre lectores y escritores, que desfavorecen a estos últimos una y otra vez. Lo confirma el hecho de que los libros más interesantes –más duraderos– de muchos narradores (J.M. Coetzee y Martin Amis, por poner ejemplos actuales) son aquellos en los que se muestran con atuendo de lectores y resultan mejores críticos que novelistas. Fue un lector, en definitiva, oficiando de lector y llevando ese papel hasta el límite, el que refundó la literatura en el siglo XX: Borges.
Es una rara, interminable investigación la que emprende un lector a lo largo de su vida. "Ese mi lagro de la vida múltiple", anotaba Cristina Campo, "que a fin de cuentas no es otra cosa que la felici dad a la que aspira el lector". Este no sólo vive todas las biografías que quiere sino que puede ser –en potencia, en su fantasía– todos los escritores que quiere; un autor, en cambio, escribe lo que puede. En un mismo lector, las reacciones y reinvenciones varían al infinito. Un escritor es sólo parecido a sí mismo, irreversiblemente. No convendría, tampo co, subestimar el poder del recelo de un lector, su indomable sentido de propiedad. De allí que con no poca frecuencia calle sus lecturas y que, al con trario de la mayoría de los escritores, intente pasar desapercibido.
El enigma del tiempo corre para todos, pero sobre todo para lectores maniáticos: ¿habrá lugar para leer esto y aquello, y esto otro? Y así sucesiva mente. Secretamente, un lector cree en una vida más larga a medida que obtiene los libros que jura necesitar, o aquellos que considera ideales. Acaso de la falta de tiempo provenga lo que a veces un lector termina por anhelar: sacarse un nombre de encima, dar a un autor por visto, borrarlo. Tal vez el tiempo conjure contra las segundas lecturas, rehuidas, además, por el temor a embarcarse hacia una gran decepción. Un lector de esa estirpe no es sino extremadamente supersticioso, por momentos entregado a la creencia de que mientras lea sucederán cosas (fuera del libro) sólo si sigue leyendo. Si un lector así encuentra y acopia tantos libros –esos y no otros– es porque cree en algo (en algo, sobre todo, para sí mismo). No es extraño que a menu do sienta que ha pasado treinta años leyendo para aprender a leer, para empezar a leer.
Uno de los acontecimientos más usuales y misteriosos es que alguien, como se da en la generalidad de los casos, deje de leer tan temprano. El motivo por el que una persona, casi por distracción, abandona una herramienta preciosa que lo cautivó durante los primeros años, perdura como una incógnita insondable. Estamos rodeados de lectores-Rimbaud, que han abandonado la lectura poco antes de los veinte años para después cons grarle su tiempo al tráfico de armas: la televisión escandalosa, el cine catástrofe, los mensajes de texto, el celular recargable. Curiosamente, a veces la deserción es efecto del sismo que producen los buenos libros, de la amenaza de "los grandes libros": el caso del lector, digamos, que intentó con Kafka o Paradiso de Lezama Lima, lo abandonó por hastío y creyó que la vida de "la verdadera literatura" le estaba vedada para siempre. Se conocen las consecuencias manifiestas de la lectura, en el Quijote o Madame Bovary . Lo que se desconoce son las secuelas y las derivaciones de la lectura en el común de los mortales, y lo que es imposible de explicar es una adicción que no se parece a ninguna: la de estar constitutivamente imposibilitado de renunciar a la cacería de libros.
Hay antecedentes notables de plumas que buscaron ahondar y dilucidar diversas vetas de la materia: Borges, Blanchot, Barthes, y más acá Alberto Manguel y Ricardo Piglia. Pero nada va a superar, como retrato de dos lectores y sus destinos cruza dos, el Borges de Adolfo Bioy Casares.
La lectura es el último lugar privado. Se pueden contar sus síntomas y fenómenos exteriores, pero el castillo íntimo de la lectura –ese momento de silencio agazapado entre un animal y su pr sa– permanecerá inaccesible hasta el fin de los tiempos. A riesgo de plasmar una acrobacia retó rica impostada, podría confesar lo siguiente: me interesa más saber quién es el otro (por eso leo todo lo que puedo) que saber quién soy (por eso escribo lo menos posible)¨.
No comments:
Post a Comment