Madre. Photocollage de Myriam B. Mahiques
La hembra intuía –pues no podía saberlo- que era peligroso bajar del abrigo de las copas de los árboles. Ellos eran su refugio, como para los otros de su especie y aquéllos que eran tan parecidos a los suyos, aunque olían levemente distinto, lo que marcaba alguna diferencia territorial. A pesar de su cerebro elemental, notó que a veces las crías caían y quedaban inertes ante el golpe fatal, y en otras ocasiones, eran rápidamente arrebatadas y desgarradas por las bestias que poblaban la sabana. Vivazmente observaba cómo las hembras del otro grupo ponían las crías al pecho, pero el movimiento de las ramas la obligaban a un equilibrio perfecto que por alguna razón no podía imitar. Trabajosamente, bajó sosteniéndose del tronco con sus patas y un brazo, la cría enganchada bajo la extremidad libre. Husmeó el aire, y no sintió peligro. Se acomodó en la arena, tirada de costado y acercó el cachorro a su cuerpo. No estaba del todo cómoda, y la arena le picaba en el cuerpo peludo. En cuatro patas, empujando como podía al lactante, se acercó a un arbusto; lo examinó con su lengua y su hocico; ya cansada, se apoyó en él de espaldas, lo cual no era habitual, pero se sentía bastante bien. Así pudo arrastrar la cría, levantarla, apretarla contra sí; y al amamantarla, su cuerpo pesado se fue hacia atrás en la flexibilidad vegetal, se esforzó hacia adelante, para luego disfrutar del juego y balancearse hacia atrás, hacia delante, hacia atrás........ su cría la miró y por primera vez esbozó una sonrisa.
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