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Tuesday, November 13, 2012

De ¨Elogio al libro del artista¨ con ilustraciones de The Hypnerotomachia Polophili


He leído con mucho placer el artículo de Claudio Martyniuk para revista Eñe ¨Elogio al libro del artista,¨ que comparto parcialmente, pero también lo ilustro con las bellas imágenes de The Hypnerotomachia Polophili (Batalla de amor en sueño), aparentemente la primera novela escrita, publicada en 1499 por Manuzio (Aldus Manutius). Según Martyniuk, los especialistas la consideran la obra más bella jamás impresa.
Estas imágenes las he bajado de:



Arte o alienación


“¿Hasta qué extremos se puede llevar el arte de la edición?”, pregunta el escritor y editor Roberto Calasso (en La locura que viene de las ninfas). La edición es una forma de bricolage que puede ser una obra de arte o una tarea industrial destinada a reproducir un texto; excepcionalmente, ambas cosas a la vez. Aldo Manuzio fue el primero en imaginar una editorial en términos de “forma”, según Calasso, director editorial de Adelphi. La forma es criterio para la lección de títulos y, más aún, de la manera cómo un texto se hace libro. En esa objetivación intervienen el papel, la tipografía, la costura, la tapa y detalles que muestran una particularidad, un modo de edición que puede resultar memorable. Manuzio publicó en 1499 Batalla de amor en sueño, quizás la primera novela escrita, de autor desconocido. Lo hizo en folios, ilustrado con grabados. Para muchos especialistas es el libro más bello jamás impreso. Tres años después, Manuzio publicó a Sófocles, realizando el primer libro de bolsillo, que llamó parva forma, con esa “pequeña forma” cambió el modo de ejercitar el acto de leer. Los eslabones de esa tecnología forjada en la modernidad van desde Gutenberg hasta las actuales editoriales multinacionales. Pero en el continente de los libros están los manuscritos, las ediciones independientes y los libros de artista, los coleccionistas, los libreros sacerdotes, los lectores sedientos y reverenciales, las innovaciones y los ensayos con papel, palabras e imágenes. Por eso hay más que mercancía en un libro. Prescindiendo del dinero y del mercado, Calasso recuerda una experiencia de edición en la Revolución de Octubre, en medio de esperanza y penitencia: con imprentas cerradas se abrió la Librería de los Escritores, que permitió que entre 1918 y 1922 ciertos libros siguieran circulando, y como la edición tipográfica se hallaba imposibilitada, iniciaron la publicación de obras en un único ejemplar escrito a mano. 

El libro no concluye. Aunque haya culminado la época en la cual el libro era una carta a los amigos. Aunque cada tanto se vislumbre otro inicio y nuevos ocasos, en papel manuscrito o impreso –o proyectado en una pantalla–, el libro muestra la potencia de la imaginación y la representación, hilvanando la potencia del pensamiento, el trabajo de las manos, desdibujando las fronteras entre materialidades y formas: esto se hace especialmente presente en el libro de artista. En un sentido extenso, libro y arte resultan coextensivos. Y más aún: el libro, esa caverna que es proyección de otras más antiguas –Chauvet, Altamira, Lascaux– es la esfera paradigmática del arte. La plasticidad del libro acompaña la plasticidad de la imaginación. No sabemos lo que puede el libro, aunque la Biblia –por citar el paradigma– sigue mostrando su performatividad. Caverna en la caverna, el libro es big bang y bosón de Higgs a la vez: expande el universo y el mundo de vida, hace masa con la existencia e interviene en la modelación tanto de la sensibilidad como del pensamiento. El arte del libro logra hacerse uno con la piel. Lo que sentimos se conforma, entonces, de fragmentos de libros experimentados –¿dónde se hace más intensa la experiencia, dónde se fecunda más el anhelo de experimentar que en los libros? Nada más lejos que un libro de otro –basta poner, uno al lado del otro, Nox de Anne Carson, una caja almeja que guarda un fuelle de papel que despliega poesías e imágenes, y Crítica del juicio de Kant, una selva de letras editada por Porrúa, para advertir cómo esa lejanía provoca una suspensión de las distancias al trazar un vórtice que sacude al lector. Pero el “modelo estándar” de libro nubla galaxias en las que arte, artesanía, técnica e imaginación se conjugan de modos sorprendentes, mostrando contenidos en las formas. 

Formas de la intensidad

El libro es arte –si una pintura es arte, su reproducción técnica mantiene un eco de eso artístico; si una pieza musical es arte, su ejecución y grabación también lo es. La capacidad de darle mayor intensidad formal al libro es trabajo artístico. Si fuera posible ir más allá de esa fórmula para aclarar el arte del libro habría que trazar el perfil de una obra de arte, el cual, no haciéndole justicia a los matices, podría resumirse en dos: una coordenada artesanal, gestada a partir de maestros y en talleres, mediante ejercicios que ponen en tensión extrema los sentidos (entre ellos, las manos son determinantes: hacer una obra implica experimentar de manera táctil materialidades: cavernas, piedras, metales, tablillas, cuerdas, papel, lienzo, lápiz, aceites, teclados, pantallas); y otra dimensión perteneciente al cielo de la gracia, a la incierta fecundidad de la imaginación, al desigual florecimiento de dones y prodigios: lo mirabilis (El malogrado de Thomas Bernhard muestra el infinito infranqueable que separa al pianista genial del más excelente pianista que puede formarse con maestros adecuados). El velamiento de la primera dimensión –con acento en el trabajo– muestra el corrimiento moderno del centro, que pasa de la producción de una obra a su exposición, desplazando el eje de la labor a la búsqueda de efectos; en esta ansiedad performativa la exhibición de la obra suele agotarse en su gesto consumido: autoexhibición del autor en tanto demandante de espectadores. Este dar la espalda al mundo de la producción parece tanto desinhibición expresiva como demanda de reconocimiento, y acelera la caducidad de lo presentado como obra, pronto espectáculo olvidado. El éxito no es criterio; la obra no es salvada por la venta o los aplausos: la mayoría de los best-séllers terminan en el olvido; vuelven a ser pasta de papel. 

Pero aun si hay arte en la escritura y en la edición, hay un tipo de libro que, con cierta confusión, se llama “libro de artista”, como si sólo quienes se agrupan en la plástica fueran artistas. Pero el desenvolvimiento de este tipo de libros se realiza con intervención de un artista plástico. Es una definición imprecisa, que apunta a la intervención de otro arte en el arte del libro, a la intersección de materiales y lenguajes. Podría trazarse un linaje de este tipo de libros sin necesidad de remontarse a las tablillas babilónicas, los papiros enrollados, los libros de oración budistas, los dípticos de madera romanos, los códice de pergamino... y sí incluyendo Una tirada de dados jamás abolirá el azar de Mallarmé (él lo llamaba El Libro, obra absoluta que quedó inconclusa y que intervenía poéticamente en el papel en blanco y en la tipografía), Caligramas de Apolinaire, Dlia Dolossa de Lissitzky y Maiakovski, Die Kunstismen de Lissitzky y Jean Arp... hasta las obras de Dieter Roth, Sol LeWitt, Irma Boom, Jack Pierson y otros artistas contemporáneos. El artista pop Ed Ruscha realizó una obra considerada el paradigma de libro de artista: Twentysix Gasoline Stations, de 1962, publicada en 1963: veintiséis fotografías en blanco y negro de estaciones de servicio, sin texto, con un estilo documental, como si pasáramos frente a esas estaciones de servicio. Siguió con otros libros de similar minimalismo: Some Los Angeles ApartmentThirtyfour Parking Lots in Los Angeles..., siempre con fotografías impresas en papel ordinario, controlando la realización del libro. Marcel Broodthaers, poeta (La Bête noire, de 1961, recopila su poesía ilustrada por Jan Sanders, en una edición de veinte ejemplares numerados), en 1964 publica Pense-Bête, libro de artista en el cual pega sobre sus textos recortes de papel de colores; ese cubrimiento bloquea el acceso al conocimiento: el libro se muestra denunciando al libro como portador privilegiado de saber. Además, refuerza el bloqueo cubriendo una parte de un grupo de sus libros con un zócalo en yeso: el libro-objeto impide la lectura del libro-texto. En 1969 devuelve la lectura a la condición primaria de visión introduciendo vendas negras sobre los versos no lineales de Una tirada de dados jamás abolirá el azar, manteniendo la configuración trazada por Mallarmé: “la escritura poética queda reducida a la espacialidad de su inscripción”, señala la estudiosa del libro de artista Anne Moeglin-Delcroix. El gesto lleva al lenguaje a su opacidad y al libro a su singularidad de cosa, implicando en esta polaridad una interpelación que mezcla grito y mudez. 






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