Niño jugando en el cementerio de Manila, Filipinas. Foto de Roland Nagy
Desde siempre ha sido difícil
discernir cuando un niño está lo suficientemente maduro para participar de ciertos
eventos sociales; ante la duda y el buen tino de no crear conflictos en
momentos difíciles, el niño viajó en el auto con los primos segundos, detrás de
ese vehículo negro que parecía decorado como de circo, leones tallados no le
faltaban, ni ángeles que cuidaran de los mismos.
No obstante estaba creciendo, y se
permitió esquivar la mano extendida del padre que lo alejó cortésmente de la
ceremonia, caminando por senderos arbolados, hasta detenerse frente a la tumba.
No se sentía asustado, ya había
pasado la prueba de las historias de terror en la horas tempranas del invierno
en el aula a oscuras, mientras esperaban el toque de la campana. Ni se
impresionaría con esa tumba abandonada del señor que había causado la congoja
del padre. No, más bien sollozos, que dieron paso a lágrimas desmedidas y una
mirada desolada que jamás le había conocido, ni él, ni su madre.
Un viejo amigo, se excusó. Y el
niño, con el corazón carcomido por la inmensidad del descubrimiento de
sentimientos implícitos en el mundo de los adultos, reflexionó que tal vez esas
revistas prohibidas encerraran verdades aterradoras, más que el cuento de la
mujer cataléptica resucitada.
Lea El Viaje de Despedida 1
http://theclubofcompulsivereaders.blogspot.com/2013/07/el-viaje-de-despedida-1.html
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